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El juicio

Por José Manuel Ortiz Benítez*

Quizás la pregunta en el extrarradio para este delicado asunto sea “¿hay contradicciones entre el espíritu conciliador de los Acuerdos de Paz de 1992 y los principios de Justicia Universal?”

Pero la pregunta atómica es ¿se agreden las bases y el espíritu de aquellos ejemplares Acuerdos de Paz, enjuiciando al hombre que los hizo posible bajo el cargo de “encubrimiento de crímenes de lesa humanidad?”

Seríamos unos desgraciados si le negaremos el crédito que tiene el ex presidente Cristiani como impulsor y firmante de los Acuerdos de Paz.

Lo más probable es que el ex presidente Cristiani no haya tenido nada que ver en la cobarde matanza de los jesuitas de la UCA y puede que incluso la hubiera evitado si hubiera estado al corriente del plan.

“Tengo la conciencia tranquila, Dios sabe que soy inocente” ha dicho Cristiani con cierta indignación, tras conocer la querella interpuesta en su contra en la Audiencia Nacional de Madrid, España, en la que se le acusa de “encubrimiento de crímenes de lesa humanidad”.

Cuesta pensar que un tipo que enterró el conflicto armado y levantó la Paz en nuestro país, haya sido capaz de formar parte de un plan infame para asesinar a unos señores indefensos.

A estas alturas de la vida, defender a Cristiani de cargos de asesinato o de crímenes contra la humanidad, cuando ha sido él precisamente el hombre de la Paz, resulta extraordinariamente fácil, necesario, hasta patriótico.

El problema de Cristiani en este asunto no es para nada su implicación, ni su conocimiento del plan antes de la masacre de aquellos jesuitas. Eso es imposible de saber a ciencia cierta y menos de poder demostrarlo en un tribunal de justicia.

El problema que tiene Cristiani en esta querella se debe a lo que ocurrió inmediatamente después de realizadas las diligencias de la matanza.

Al igual que cuesta pensar que Cristiani haya tomado parte en el plan previo a su ejecución, cuesta creer que se haya quedado sin enterarse de la autoría real del crimen una vez llevada a cabo la masacre.

Ésta es la parte esencial del problema que enfrenta Crisitiani. Yo lo presento a modo de pregunta: ¿hizo todo lo que estaba dentro de su poder don Alfredo Cristiani para enjuiciar a los autores materiales e intelectuales del crimen, una vez que supo quienes habían diseñado el plan?

El material probatorio presentado en la querella puede que sea suficiente para montar un juicio en su contra. Pero eso sólo lo sabe el juez Eloy Velasco y en unas semanas lo dará a conocer.

De momento, la documentación y la información disponible en la querella, de fuentes sólidas como la Comisión de la Verdad, el Congreso de los Estados Unidos, entre otras, apuntan a que Don Alfredo Cristiani estaba al tanto, por lo menos, una vez cometidas las atrocidades, de la autoría real de los crímenes y aun así no fue capaz, por las razones que fueran, de enjuiciar a los criminales a través de la Fiscalía General del Estado y su titular principal, el Fiscal General, totalmente dependiente del Ejecutivo.

Edward Sidney Blanco, uno de los fiscales del caso, dijo a un periódico:

    “No había mucho respaldo en la institución, muchos fiscales fueron desertando del caso, todo esto avalado por el Fiscal General de la época Dr. Mauricio Eduardo Colorado quien era simpatizante de los militares y fanático de las armas. Nos reunió a los fiscales y nos dijo que abandonáramos el caso, que dejáramos eso en manos del juez, porque nos iban a matar, por eso la mayoría de fiscales a excepción de tres, se retiraron del caso. Continuamos tres personas: el jefe de la unidad, con el papel más difícil y ambivalente, ya que obedecía al fiscal general, cuando terminó el juicio sufrió un atentado y lo mataron; los otros dos éramos Henry Campos y yo. En este tiempo se cambió al fiscal general por otro con igual perfil, pero más profesional, pero con la misma finalidad de frenar el caso jesuitas. También nos pidió que dejáramos el caso, y nos prohibió a Henry Campos y a mí que diéramos declaraciones, que hiciéramos peticiones y prohibió que estuviéramos presentes en los interrogatorios de los acusados y testigos".

El ejecutivo de Cristiani ni siquiera se desmarcó en aquel momento de los que más tarde la Comisión de la Verdad y otras investigaciones señalarían como responsables intelectuales del crimen.

Ante el caos y el descontrol de su propia cúpula militar, incluido el ministro de defensa, el General Rafael Humberto Larios, y demás miembros del alto mando militar, el Ejecutivo optó por la vía de tapar aquello a toda costa, e incluso fue más allá: se intentó, de forma deliberada, desde el aparato del Estado, adjudicarles los muertos a otros actores que andaban con fusiles y metralletas por el barrio.

La campaña de destrabarse de los asesinados fue intensa. Buena parte del Ejecutivo utilizó a los medios para adjudicarles los muertos a la guerrilla. El Ministerio de Relaciones Exteriores hizo un gran papelón para demostrarle al mundo que los asesinatos habían sido obra de la insurgencia.

Después se demostró en un tribunal de justicia salvadoreño, gracias a unos valientes jóvenes fiscales, la autoría material: habían sido miembros del Batallón Atlacatl. De esto las únicas dudas que quedan es si los soldados llevaban la camiseta interior reglamentaria de infantería o no.

A fecha de hoy no se ha demostrado en ninguna instancia de la Justicia Salvadoreña la autoría intelectual de los asesinatos de los jesuitas de la UCA. Lo mismo ocurre con otros crímenes emblemáticos como el Caso Katya Miranda y Monseñor Romero sólo por citar dos. Nadie en el Ejecutivo quiere meterse en berenjenales del pasado. Incluso la máxima autoridad eclesiástica del país se pronuncia en contra de un juicio que pueda poner a los autores intelectuales en el banquillo de los acusados, sobre todo, si se trata del ex presidente Cristiani.

Cuesta pensar que una cuadrilla compuesta de soldados rasos al mando de un sargento y un teniente se hayan salido de sus casillas para asesinar por su cuenta a un grupo de señores indefensos, entre los cuales estaba uno, el Sr. Ingnacino Ellacuría, que “interlocutaba” directamente con el Presidente de la República, el Sr. Alfredo Cristiani.

Lo que parece claro es que el posible “juicio”, si sale adelante la querella, va a volver a levantar fantasmas, y esta vez, el sistema de justicia estará inmune de interrupciones típicas, por que se celebrará a más de 10,000 kilómetros de nuestras fronteras patrias, según la abogada al frente del caso, “bajo reglas propias del estado de derecho”.

Esperemos que el país tenga la suficiente solvencia democrática para considerar este delicado evento como un proceso de justicia que ofrecen las democracias a sus ciudadanos y que don Alfredo Cristiani no vaya a ir a parar a una cárcel española.

*Miembro de Salvadoreños en el Mundo
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2 comments :

  1. no hay contradicion de espiritu senior no venga con esa historia de fantasma que ya ni menos en el pueblo mas ricondito del pais le van a creer poeque tanto miedo? si salen inocentes deben de ser los jueces con las pruebas a declarar esa situacion solo fue una gran suerte que ese hombre fuese en ese momento crucial de la historia del pais "el presidente de la republica" la gobalizacion no solo se refiere a celulares o internet aunque la justicia se a vuelto asi y el pais es firmante de ciertas cosas asi que se atengan a las consecuencias estos seniores matarifes!

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  2. El sentido de la amnistía
    Álvaro Rivera Larios
    cartas@elfaro.net
    Publicada el 01 de diciembre de 2008 - El Faro

    El columnista de El Diario de Hoy, Paolo Lüers, asegura que entiende “el derecho y las motivaciones de los familiares del padre Martín Baró de buscar justicia para la muerte de su ser querido”. Y que comprende además que si los familiares de Martín Baró no encontraron justicia en El Salvador, lugar del crimen, tienen derecho de buscarla en su país (España).

    Comprendo las premisas de las que parte Lüers, pero no sé hasta qué punto él comprende a los familiares del padre Martín Baró. Según Paolo, detrás de la acusación contra Alfredo Cristiani hay motivos inteligibles y un ejercicio del derecho, pero juzga, sin embargo, que el proceso judicial iniciado en España contra Cristiani es un ataque a la esencia de los acuerdos de paz.

    ¿Cómo es posible que una familia que reclama justicia en los tribunales de su país acabe conspirando contra la esencia de nuestros acuerdos de paz? ¿Cómo es posible que una demanda razonada y cursada por vías institucionales sea un ataque absurdo?

    Creo que Paolo comete un error: de forma implícita, le exige a la hermana del padre Martín Baró que se ciña a la lógica de “la razón de estado”, en contra de lo que serían sus derechos e intereses. Como ciudadana podría hacerlo, es decir, debería de tener en cuenta las consecuencias y las implicaciones de su demanda, pero, como ser autónomo, ella es libre de elegir entre dos valores o de jerarquizarlos según se lo indique su conciencia. De cualquier manera habría un componente racional en su conducta: la hermana de la víctima subordina, en este caso, la razón política a la razón jurídica. Podemos estar en desacuerdo con ella, pero su conducta no es absurda.

    La demanda sería esa forma de acción portadora de significado que Max Weber tipifica de acción racional con acuerdo a valores. Si la conducta de la hermana del padre Martín Baró fuese absurda, amplias zonas de la ética y el derecho serían irracionales.
    Aquí no estamos ante un mero problema de conceptos y de clasificaciones. Si estamos ante un ataque absurdo, estamos ante una conducta violenta e irracional con la cual no puede dialogarse. Pero si comprendemos que detrás de la demanda existe una cadena de motivos justificados, cabe la posibilidad de que se acerquen las dos perspectivas en conflicto.

    Es problemático situar el daño que produce la demanda en un terreno tan difuso como el de la esencia de los acuerdos que hemos negociado. Tales esencias no admiten un criterio de evaluación y tienden a excomulgar a todo aquel que las ponga en tela de juicio. Por eso es mejor remitirse al cuerpo legal de los acuerdos y a la forma concreta en que se han puesto en práctica.

    Lo mismo podría decirse de la razón de Estado. Se puede apelar a ella para justificar cualquier cosa, por ejemplo, políticas equivocadas y arbitrarias. Y obviamente cualquier crítica legítima que se dirija contra una medida arbitraria puede ser juzgada como un ataque a la razón de Estado. Por eso sería mejor hablar de las políticas concretas de reconciliación. En cualquier sociedad democrática, estas políticas pueden evaluarse. Es posible que de sus fallos de concepto y aplicación procedan en parte los actuales problemas.

    Habría que distinguir con claridad entre las consecuencias de una acción y sus intenciones. Podemos barajar varias hipótesis sobre cuáles serán los efectos de la actual demanda judicial, pero suceda lo que suceda sería problemático atribuírselo a un solo y determinado propósito. Paolo Lüers aventura una sola consecuencia y casi la atribuye a una sola intención. Habrá un daño y tras ese daño se asoma un objetivo: el de atacar la esencia de los acuerdos de paz. La habilidad retórica de Paolo hace pasar por cierta la que no es más que una interpretación. Quien denuncia también es posible que cuestione no tanto los acuerdos de paz como una forma determinada de interpretarlos y aplicarlos.

    Y las consecuencias de su acción no tienen por qué ser esas consecuencias apocalípticas que aventura Paolo. Los efectos de la demanda quizás contribuyan a desatascar la problemática relación del Estado con las víctimas de la guerra civil. Ante una crisis seria se buscan nuevas salidas.

    Ignoro hasta qué punto puede considerarse agresiva una acción legítima y llevada por vías institucionales. El término ataque, que utiliza Paolo Lüers, talvez no sea el más adecuado para calificar la demanda judicial hecha contra los presuntos autores y encubridores de un asesinato. Suponer que detrás de la denuncia existe la intención de atacar la esencia de los acuerdos de paz, es achacarle de forma dudosa un propósito dañino a lo que es una querella concreta, legítima y justificada.

    La demanda, desde el punto de vista legal, no es arbitraria: presenta indicios y los razona jurídicamente. Si la enfocamos desde el punto de vista político, podríamos hacerle reparos muy serios. Pero hay algo que resulta obvio: la razón de Estado no puede oficiar como el único criterio de racionalidad a la hora de analizar este conflicto.

    Muy pronto delimita Paolo el espacio del enfrentamiento: por un lado, están los familiares del padre Baró y todos aquellos demandantes que ponen en peligro nuestra estabilidad política y por otro, estarían quienes defienden al ex–presidente Cristiani y al espíritu de concordia que hizo posible el fin de la guerra. A mí me parece que esta delimitación simplifica demasiado la gran complejidad del problema.

    Aquí se enfrentan dos criterios válidos: el político y el jurídico. Por un lado, tenemos una amnistía que restringió derechos en nombre de la razón de Estado y por otro, tenemos a particulares insatisfechos con el pacto político que les impide reclamar justicia. Avanzaríamos mucho si comprendiésemos que ambas perspectivas son racionales.

    El asunto va más allá del enfrentamiento simple y abstracto entre lo político y lo jurídico. No hay una sola forma de comprender ambas dimensiones ni tampoco una sola forma de enfocar su relación. No basta con invocar la razón política o la jurídica, porque puede haber formas simplistas o complejas de concebirlas y aplicarlas.

    Quienes abordan este problema desde un enfoque político simplista, suponen que desaparecería de un plumazo si la izquierda y la derecha reafirmaran su apoyo a la ley de amnistía. Según esta perspectiva, los familiares de las victimas no tienen entidad jurídica propia y sus conflictos particulares con el Estado no son más que otro capitulo de un enfrentamiento larvado entre las principales fuerzas políticas de nuestro país. Algo de eso puede haber, pero creo que el problema es más complejo.

    A los familiares de las niñas Serrano, por ejemplo, no se les puede negar la existencia ni su drama particular. Su demanda de justicia no podría satisfacerse con razones acerca de los beneficios generales que ofrece la amnistía. Ellos podrán comprenderlos, pero eso no les devuelve a las niñas y los deja atrapados en un conflicto no resuelto.

    Aunque el FMLN desapareciera de la faz de la tierra, el asesinato de Monseñor Romero continuaría siendo un hecho real y sus familiares y su reclamo de justicia continuarían estando ahí, en el mundo objetivo, porque no son un invento al que le den existencia los intereses de una organización política.

    Aunque el FMLN se negara a modificar la ley de amnistía, sospecho que los familiares de Monseñor Romero continuarían planteando sus demandas. Ellos no son un partido cuya meta principal sea lanzar un ataque contra la esencia de los acuerdos de paz. Su objetivo es otro y es simple: que se condene a los autores intelectuales y materiales del asesinato de su ser querido.

    A través de sus representantes legales y otro tipo de apoyos, estos dramas privados pueden politizarse; aún así no dejan de representar el conflicto de unos particulares contra un Estado que les niega la justicia.

    Los individuos situados en esta esfera personal, por medio del lenguaje del Derecho cobran conciencia de las vejaciones que han sufrido. Ni sus reclamos ni el plano en que los formulan son actos irracionales al margen de la institucionalidad, al contrario, buscan en la razón jurídica aquello que les niega la razón de Estado.

    Sería un error despreciar todos los argumentos que vetan la justicia en nombre de la razón política. Pero así como hay razones y razones también hay amnistías y amnistías. Ni unas ni otras son abstractas ni se hayan al margen de la cambiante realidad.

    Resulta curioso que quienes hablan de cálculo político realista continúen atrapados en cálculos que se hicieron hace veinte años. A estas alturas no se puede ser realista, sino se toman en cuenta las leyes y sus instituciones y su historia global durante las últimas dos décadas.

    Como demuestra la historia reciente de Sudamérica, las leyes de amnistía se pueden reformar o suprimir, no son la palabra de Dios, son más bien producto de la voluntad de los hombres y, si existen sólidos motivos, pueden ser perfeccionadas o suprimidas en un nuevo contexto.

    Se puede estar de acuerdo con el perdón institucional de los crímenes de guerra, si con ello se persigue cerrar un conflicto y abrir paso a un nuevo marco de convivencia. Sin embargo, no conviene confundir la filosofía que inspira a la ley con la forma en que ésta luego se aplica.

    Una amnistía cuyo fin es la concordia no puede permitir que se difundan historias y simbologías partidistas que atenten contra la dignidad de aquellas personas a las que no se ha podido hacer justicia. Vale que se maniate a la ley, pero no vale que se oculte lo sucedido y se deje los hechos a merced de los especuladores.

    ¿Qué sentido de la concordia tenemos si le dedicamos una plaza al principal sospechoso del asesinato de Monseñor Romero? Fíjense bien: le negamos la justicia a la familia del sacerdote asesinado y homenajeamos al principal sospechoso del crimen. ¿Esto buscaba la amnistía?

    El desprecio oficial de la verdad ha sido parte de un desprecio sistemático a la dignidad de las víctimas. Dicho desprecio convierte a la amnistía en una especie de acuerdo burocrático que, además de proteger la paz, resguarda de forma prioritaria y excesiva a las dos elites que se enfrentaron durante la guerra civil.

    No se puede tener todo. Pero por las costuras de un acuerdo verticalista, hecho en nombre de las mayorías, se coló esa vieja mentalidad que no tiene en gran estima los derechos individuales y la dignidad de la persona; en este caso, la de las víctimas. No se les hizo justicia por razones muy comprensibles, pero es incomprensible que no se llevara a la práctica una política de reconocimiento donde se incluyeran mecanismos compensatorios a cambio de la justicia que no se impartió.

    No sólo se perdonó a los sujetos que cometieron crímenes alevosos durante la guerra, también se blindó su prestigio y para hacerlo fue necesario difuminar los hechos y para difuminarlos era imprescindible que las víctimas fueran cifras y no personas.

    Los acuerdos de paz han sido administrados desde un enfoque mecanicista y burocrático y desde una perspectiva que lastra su esencia. A partir de ahí se ha generado una espiral de resentimiento que resta legitimidad a lo que fue, y aún es, una empresa necesaria.

    No basta con invocar los intereses de la mayoría ni los fines últimos legítimos (se hace un mal menor, para evitar uno mayor; se hace un mal menor, para conseguir la paz). Estos principios, si no se aplican desde un profundo respeto a los derechos y a la dignidad individual, pueden servir para justificar políticas erróneas.

    En abstracto, desde el punto de vista filosófico y humano, podemos estar de acuerdo con la ley de amnistía. Cómo no reconocer, sin embargo, que tales principios esenciales y tales buenas intenciones se han visto dañados por una deficiente y errónea aplicación de la ley.

    Si sacrificamos unos bienes y valores para abrir paso a una democracia constitucional, mal inauguramos el nuevo régimen si desarrollamos una política poco sensible con los derechos y la dignidad del individuo. El trato político (torpe, prepotente y ciego a la verdad) dado a las víctimas talvez explique, en parte, las actuales querellas judiciales.

    Algunos creen que el interés político general es razón suficiente para arrebatar la voz y todo derecho a las minorías afectadas por una ley que las discrimina.

    Muchos olvidan que, en democracia, las personas afectadas por una ley tienen derecho a manifestar su desacuerdo con ella y, no solo eso, tienen derecho de recurrirla en aquellas instancias legales que lo permitan.

    Es muy cómodo culpabilizar a quienes demandan al Estado salvadoreño en las cortes internacionales, como si ellos fueran la principal y única “amenaza” contra los acuerdos de paz. Los malos gestores de estos acuerdos también han pervertido su espíritu y ha sido también por su torpeza y su falta de visión y de valentía que hemos llegado a la actual circunstancia. Ésta se veía venir.

    Lüers nos pide que cerremos filas en torno a Cristiani y llama a toda la sociedad civil para que se reúna en torno a un pacto que ahora, según él, está amenazado.

    Habrá que esperar más acontecimientos. De momento, la denuncia nos despierta. No veo por qué no debamos defender el espíritu de la concordia, pero tal vez haya que rectificar algunas letras de su contrato y talvez haya que sanear aquella parte de su estructura que se ha podrido. Está claro: ya no bastan los gestos simbólicos. A estas alturas, estimado Paolo, habría que replantear los términos del problema para que las demandas legítimas puedan obtener algún tipo de respuesta satisfactoria sin que por ello peligre la estabilidad de nuestro sistema político.

    Si unas demandas legítimas terminan convirtiéndose en un “ataque” a los acuerdos de paz es también porque la amnistía como herramienta ha tenido fallos de concepto y aplicación y porque las circunstancias que condicionaron su lenguaje ya no son las de nuestra época.

    Haríamos bien en pensar que todos nos hemos equivocado en algo. Haríamos bien en perseguir otras maneras de enfocar y resolver el problema de unas heridas que aún permanecen abiertas. Lo que ya no es aconsejable es esa inmovilidad que algunos confunden con el realismo.

    Nota aclaratoria: cuando hablo del trato general que se debe a las víctimas, cuando hablo de sus derechos y su dignidad como personas, hablo de las víctimas en general, sin hacer distinciones políticas. Los mismos argumentos que utilizo para situar el caso de la hermana del padre Martín Baró, podría utilizarlos para situar el caso de las personas afectadas por los crímenes de las FPL.

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